Muchas veces lamento que en los cumpleaños de la infancia jamás tuviera una piñata que reventar. Ahora entiendo, la situación tan precaria de mi familia impedía que festejaran los cumpleaños con tal elemento. Apenas un pastel, algunas veces horneado por mi mamá. Aunque, mi hermano, quien cumple años un mes después al mío, pero dos años mayor que yo, varias veces festejaron su cumpleaños no solo con piñatas, sino con invitados, comida de lujo como pizza (yo no probé una pizza si no hasta como los diez años) e, incluso, “mesa de regalos”.
No obstante, aquellos cumpleaños en honor a mi hermano, no eran organizados por mi familia directa; lo organizaban la hermana y hermano de mi mamá, es decir, mis tíos. Mi hermano pasaba mucho tiempo en casa de mis abuelos maternos y eso le valió para ser muy consentido. En aquella fiesta, con mesa de regalos –sinceramente– envidié a mi hermano.
De todas formas, tener un cumpleaños con piñata creo que era lo que más quería y deseaba con ansias, y fueron muchas veces la que le pedía a mi mamá una piñata, pero me explicaba que eran muy caras. No había más remedio que resignarse, como muchas cosas más a las que me he visto obligado a renunciar. Nunca me prometieron una piñata y no hay más pena que sufrir (porque, también, recuerdo que mi mamá me prometió hacerme un avión con una botella y que me llevaría al aeropuerto a ver los aviones, y eso nunca lo cumplió, –al aeropuerto fui hasta hace poco, en el 2009–. Por eso trato de no romper promesas, porque sé que duelen mucho si son incumplidas).
Una vez, acompañé a mi papá a San Juan Bosco –aun estaba pequeño, pero no recuerdo la edad– y en el mercado vi muchas piñatitas y le pedí una. Recuerdo que le argumenté que nunca me compraban una y yo quería una, la verdad estaba muy fea, pero algo tenía que me gustaba. Mi padre accedió a comprarla y, me parece, que costaba unos 15 nuevos pesos de aquel entonces. Siempre que paso por aquél lugar recuerdo esa piñata que cuide muchísimo.
También, hace más de un año, conocí a una persona que se convirtió en mi amiga casi de inmediato. Ella estaba retratada con una piñata parecida a Sigmund Freud y era tan bonita que le pregunté donde la había conseguido y respondió que ella misma, con otros amigos de su facultad la habían elaborado. Fue tal mi encanto que le pedí que me hiciera una, claro que lo hice con tono de broma (aunque no sé). Guardé ese retrato sin el permiso de ella con la piñata Freud.
Sin embargo, la piñata sin celebración no era lo que buscaba. Hasta hace poco no entendía mi obstinación por tener una piñata en mi cumpleaños. Aquí la explicación:
1. Casi nunca faltó un pastel en la mesa para celebrar mi cumpleaños, luego entonces todos nos reuníamos alrededor del pastel y apagaba la velita. El pastel, siendo mío, lo compartía con mi familia y demás presentes.
2. La mesa de regalos que envidié a mi hermano no me causó más conmoción porque los regalos me dotarían de un beneficio exclusivo que no compartiría, en el momento, con nadie que alrededor estuviera.
3. La piñata tiene el mismo efecto que el pastel, es un objeto que, aunque exclusivo para el festejado, al momento de reventarlo es compartido con los presentes.
Creo que por eso siempre quería pastel y piñata en mi cumpleaños. Yo me enseñé a compartir; compartir los objetos, cualquiera que sea, o los momentos es algo que valoro muchísimo.
Me fui dando cuenta de esto hace poco que celebramos el cumpleaños de una amiga y nos tomamos una foto alrededor de ella con un pequeño pastel. Y esa foto era encantadora, no sabía el por qué su encantó y la analicé desde la perspectiva objetiva de un fotógrafo. Yo dije que esa foto era muy bonita porque todos mirábamos a la cámara excepto ella, que estaba ligeramente inclinada mirándonos a nosotros con una bella sonrisa.
Luego pasó mi cumpleaños y me regalaron un pastel de iguales dimensiones. Entonaron las mañanitas y yo estaba al borde del llanto, pero no se dieron cuenta. Creo que nunca había sucedido una celebración así de espontanea. Allí me di cuenta que la foto de mi amiga era que alrededor de un pastel se reúnen las personas para compartir el momento. Ese es el misterioso encanto que la piñata también posee.
Ayer, 14 de octubre de 2011, un amigo me pidió que le ayudara a su novia con unos problemas de estadística. Ya le había ayudada con su estudio en cierta ocasión, así que no era nada raro. Preparé mis apuntes, estudié un poco recordando mis clases de estadística y preparé mi equipo de cómputo. Me quedé de ver con mi amigo, a las ocho de la noche, en una farmacia cercana para ir a casa de su novia.
Fuimos hasta la casa y ella salió con un abrigo y cerró la puerta. Ella vive cerca de la facultad donde estudiamos, me dijo que irían primero a un mandado. Y llegamos a un restaurant italiano que está justo al lado del parque Rehilete Alcalde. Es un restaurant que está escondido y que siempre parece como desolado. Ese lugar estaba en mi lista de los que tengo marcados como un lugar al que quiero ir y siempre que pasaba por allí, camino a la facultad, me decía: “un día comeré aquí con alguien especial”.
Ella, la novia de mi amigo, me dijo que solo preguntaría por algo. Yo supuse que comprarían la cena, pero no. Me quedé en el auto con ella y mi amigo fue a preguntar. Regresó y nos pidió que bajáramos. Entendí entonces que primero cenaríamos y luego estudiaríamos. No había como decirles que no importaba que cenáramos.
Finalmente, acepté cenar con ellos, ocupando la mesa para tres y me dijeron que la cena estaría dedicada a mí porque había sido mi cumpleaños. Sonreí y me sentí muy feliz, pero era demasiado lujo. La comida italiana estaba exquisita y, debo aceptar, que bebí un poco de vino tinto diluido en sidra. Yo, por ningún motivo bebo alcohol. Y sin embargo, acepté beber un poco para expresarles que estaba encantado con la sorpresa y no despreciaría nada –claro, a los tres sorbos no aguanté más y me pidieron una bebida de naranja y apenado debí aceptar que mi complejo y mi gusto puede más–. El ambiente tan cordial, nunca había ido a un restaurant con dicha simpatía. La música en vivo de un saxofonista reproduciendo tan bellas y románticas melodías. La noche, tal vez la primera noche que siento un ambiente tan divino; con mi amigo, su novia y yo en la mesa para tres.
La nuestra era una mesa con tres personas, a diferencia de las parejas que estaban alrededor, sentí un poco de nostalgia por no tener a la persona de la cual estoy enamorado. Pero era una mesa adornada de la base fundamental por la cual se sostiene el amor; por la amistad. Esa la hacía diferente a todas las demás. Era genial estar allí con ellos y compartir tan bello momento.
Posteriormente, me pidieron un pastel que me trajeron con en una copa y con una vela encendía. Dios mío. Previo, el saxofonista había dejado de tocar y vi que se acercó a nuestra mesa, pero no le di importancia, preparó una partitura. Yo, en tanto, estaba dando mi punto de vista ñoño y especializado de un suceso político. El saxofonista comenzó a tocar y reconocí las nota de un feliz cumpleaños, y los meseros, con el jefe de meseros, se acercaron a nosotros y entonaron las mañanitas. Las otras parejas, desde sus mesas, voltearon a nosotros, y cuando terminó aplaudieron.
Yo estaba congelado y con las emociones desbordadas. Nunca me había sucedido eso. Mientras aplaudían me acordé de un viejo chiste italiano –no sé porque me acordé del chiste– donde el fascista, desde el balcón del poder, deja que el pueblo lo aplauda a diferencia del estalinista, con menos carisma, que se aplaude así mismo. No sabía si aplaudir con ellos para compartir los aplausos, pero lo hice un poco, sólo hasta el final.
No sabía qué hacer, nunca había tenido tanta atención, incluso cuando en un evento político tuve que hablarles a las personas reunidas en una plaza, pero en ese momento no tenía palabras para expresar lo que sentía. Tan feliz, el momento más feliz en el abismo de mi triste historia de amor, en la claridad de la amistad en mi ciega existencia.
Tengo los amigos más maravillosos, yo espero corresponderles del mismo modo. Esa es la piñata que mucho quiero, esa es la piñata metafórica para mí. De aquella piñata que, aún invisible, hace posible reunir a la familia y amigos –incluso extraños, como aquellos meseros en aquella mesa para tres– alrededor para compartir el momento. Ahora, cuando esté triste pensaré en estas piñatas metafóricas.
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