El síndrome de Anna Karenina
No hay edad para sufrir con una
pasión amorosa. Lo negativo es vivir su dimensión enajenante. Este estado
pasajero puede empañar la vida si se convierte en una búsqueda obsesiva
La recién y sorprendente versión
cinematográfica de la novela de León Tolstói, Anna Karenina, se convierte
en una buena excusa para mirar con ojos de hoy lo que conocemos como pasión
amorosa. Más allá de la experiencia del enamoramiento existe una dimensión
enajenante por su intensidad y descontrol que suele caracterizarse por una
exaltación de todos los sentidos, una necesidad de fusión afectiva y un estado
de dependencia de esos corazones apasionados. Viven en un sinvivir porque nada
tiene sentido, nada existe y nada puede soportarse si no permanecen juntos.
Están “pillados” el uno con el otro. Más que una alegría es un sufrimiento por
ausencia o por suponer un trágico abandono. Como Romeo y Julieta, la vida no
vale si no pueden amarse.
El
amor es deseo, y el deseo es falta” Sócrates
Aunque para el estudio del
comportamiento humano dichos síntomas se consideren un trastorno afectivo
obsesivo, para la mayoría de las personas los “tórtolos” se encuentran tocados
por un estado de gracia. Cupido, que, por cierto, según la leyenda, fue un niño
abandonado, parece vengarse a costa de clavar sus flechas envenenadas de pasión
a dos seres humanos, sin importar la edad, raza o condición, ya que se trata de
juntar lo que en otras circunstancias sería extraño o imposible. Todo ello lo
supo retratar Tolstói, en un perfecto ejercicio de definición de constructos
psicológicos como la culpa, la redención, la búsqueda del bien y la caída en el
pecado, el rechazo social y unos personajes que rondan el arquetipo.
Aunque a muchas personas les gustaría
que la pasión durara toda la vida, lo cierto es que la asiduidad, la
convivencia y las tareas domésticas acaban por matar ese deseo que se convierte
en angustia cuando no puede ser poseído. Nada asesina tanto el deseo como su
consumación. La ilusión queda desvelada cuando se descubre que, en efecto, no
solo se puede vivir sin el otro, sino, incluso, mejor. Entonces, el amor debe
de ser algo más misterioso que la pasión cuando se prefiere permanecer al lado
de alguien.
Los estadios de la pasión
Los fenómenos pasionales que sufrió
Anna Karenina son reconocibles en el estado agudo de enamoramiento: Una enorme
atracción (necesidad afectiva). Identificación mágica con el otro
(idealización). Fusión (sentimiento de reciprocidad). Proyección (verse a uno
mismo en el otro). Exclusividad (fidelidad sexual). Atención concentrada.
Magnificación del otro. Pensamiento obsesivo. Energía intensa, tanto emocional
como sexual. Una capacidad empática desbordante.
No obstante, el amor apasionado se
añora. Quien lo ha vivido quisiera repetir, al menos una vez más. Quisiera
sentir la exaltación de los sentidos, la sensación de encontrar la media
naranja, de completarse junto a alguien especial, de realizar por fin la
ilusión de la relación perfecta. Todo amor es de ausencia o de trascendencia,
proclamaba Platón. Esa idea instalada en la mente de tantas personas conlleva
una búsqueda obsesiva que se traduce en montones de intentos frustrados por
culpa de no acabar de encontrar esa persona “especial”. Viven de la falta
porque se acostumbraron a ella. Por el camino dejaron un reguero de opciones
reales que menospreciaron porque a todas les faltaba algo. No sintieron la
pasión deseada en su imaginario. Así descubrimos que la pasión, como el sexo,
suele merodear más en la cabeza que en ninguna otra parte.
Actualmente es observable la
dificultad de muchas personas para emparejarse. Es algo más que una moda
pasajera. Es la certificación de que nuestras vidas afectivas no superan la
prueba de la intimidad. Un buen medidor para observar la realización personal
de una persona es la profundidad de las relaciones y contactos íntimos que
mantiene, los sentimientos que se permite experimentar y la disposición a dar y
recibir, a la reciprocidad. Tal proceso se enturbia muchas veces cuando aparece
el síndrome de Anna Karenina.
Anna Karenina, mujer enérgica y
honrada, queda prendada del caballero y militar Vronsky hasta romper con las
costuras de su propia condición de mujer casada, en una sociedad aristocrática
rusa decadente, falta de valores y preñada de hipocresía. La protagonista es
capaz de trascender su propia historia, las costumbres sociales, un marido de
alta alcurnia e, incluso, en el más doloroso de los casos, a su propio hijo.
Todo por ese enamoramiento.
El
enamoramiento es un estado de miseria mental en que la vida de nuestra
conciencia se estrecha, empobrece y paraliza” José Ortega y Gasset
No obstante, su incondicional entrega
se corresponde a medias con la de su amado. Aunque al principio Vronsky se
desboca por lograr su apreciado trofeo, luego caerá en lo que Schopenhauer
advirtió: el aburrimiento. Allí donde ella empuja, él solo frena. Allí donde
nació la pasión, ahora pervive la frustración. Se hizo realidad la visión de
que en-amor-miento, es decir, que los estados afectivos alterados filtran una
manera de ver el mundo errónea. Fiarse solo de los sentidos conlleva después el
doloroso ejercicio de abrir los ojos y no reconocerse. ¿Cómo pudo ocurrir?
¿Cómo se puede estar tan ciego?
No sería justo culpar a la desairada
Karenina, puesto que puso toda la carne en el asador. Se entregó. Se rindió a
la pasión y quiso creer que su altivo caballero la seguiría al fin del mundo.
El delito de Anna, su único y gran error, fue su inmediatez, dejarse llevar por
sus sentimientos sin tener en cuenta los de los demás. Con algo más de
paciencia, con algo más de cordura y con los ojos bien abiertos se hubiera dado
cuenta de la inconsistencia de su amado. Pero eso es lo que ocurre cuando solo
hay pasión: mucha intimidad y muchas hormonas, sin tiempo de que crezca una
verdadera raíz fruto del vínculo.
Anna Karenina se condenó por su
empeño en querer a quien no la podía querer. Ese es su síndrome, el que sufren
los que aman ciegamente, es decir, sin darse la oportunidad de encontrarse con
el otro. Aman una idea y aman sus propias sensaciones. Pero no se dan cuenta de
quién tienen delante, porque solo pueden ver su propio reflejo, como Narciso.
Embriagados por la euforia confunden el amor a sí mismos con el amar.
Lev Nicoláievich Tolstói jugó en su
novela una carta extraordinaria. Compaginó la historia de Anna Karenina con la
de Levin y Kitty. Él, un joven campesino, sencillo y poco hábil en el arte de
la seducción. Ella, una princesita aristocrática enamorada y despreciada por el
mismo hombre que su rival Karenina. Superadas sus adolescentes expectativas, al
final decide darle una oportunidad a Levin. Se van conociendo. El vínculo se
fortalece hasta el compromiso. Una vez juntos, Kitty se traslada a la casa
parental de Levin en la que da muestras de una actitud madura, sensible e,
incluso, compasiva al cuidar a su suegro enfermo. Es otro tipo de entrega. Más
que una pasión de los sentidos es una calidez interior. Más que grandes e
intensas emociones, son pequeños gestos cargados de amor profundo.
El
deseo es potencia; el amor, alegría” Spinoza
Dos en amor. Dos corazones que viven
en la alegría de estar juntos. No hacen falta grandes exaltaciones, aunque
bienvenidas si las hubiere. Muchas personas hoy hablan de sus relaciones sin
nombrar la palabra enamoramiento. Se han conocido, se han gustado y han
decidido emprender un camino o un proyecto en común. Vivir exaltadas,
descontroladas, con necesidades fusionales propias de una niñez que no se ha
actualizado no cabe ante un compromiso estable y duradero. No nos juntamos con
otra persona para que siga siendo nuestro padre o nuestra madre, para que llene
todas nuestras expectativas o se someta a todos nuestros caprichos.
Dos se juntan, pero no se mezclan.
Dos se juntan, aunque forman una trinidad: tú, yo, y tú y yo. Dos en amor es
para gozar, procurarse felicidad y cuidarse mutuamente. Sin dejar de ser ellos
mismos. Es una experiencia única que permite un conocimiento profundo de uno
mismo, a la vez que lo extirpa de su tendencia egocéntrica. Justamente lo que
le faltó a Karenina. Solo se escuchó a sí misma. Quiso ver en su amado su
propia pasión y quiso eternizarla. El amor auténtico, el amor duro, no se
robustece de sensiblerías, sino de la alegría de saber que podemos contar con
el otro, pase lo que pase. Es el amor de la reciprocidad, de la amistad y del
ágape, de la ternura y de la compasión.