viernes, 7 de octubre de 2011

El profesor

El cielo avispado de tormenta, trazos de nubes temblorosas llorando al suelo, el aire frío que baila con los árboles, la opacidad de la luz compitiendo con las luminarias cansadas de esclarecer lo que a nadie le importa, pero dentro del salón de clases la inconsistencia del silencio que resalta el sonido del trazo de una tiza. El ambiente agitado del exterior golpea los ventanales, aun así, los alumnos atentos a la mímica de las explicaciones del profesor.
Por veinte minutos más; el sonoro silencio de la hipocresía, el dolor inexplicable en el vacío idílico de un alma cuyo reflejo se proyecta en el día, tormenta interior de un corazón deshecho condenado a seguir latiendo. En los confines de la soledad, azota la desbandada de un firme deseo que encuentra sepulcro entre las venas ardientes de la pasión resignada.
Por fin. La clase termina con la promesa de hacer las investigaciones pertinentes para el desarrollo del trabajo. Habiéndose mantenido de pie, para la exposición de la clase, el profesor levanta su saco de una silla, pone una manga y, con la otra mano, toma sus libros poniéndolos debajo de su brazo en tanto coloca la otra manga. Se acomoda la corbata y sale a paso firme en línea recta.
Dentro de su cubículo, reposa un momento sentado en el sillón. Mantiene su mirada al piso pensando en la exposición de la clase. Evoca los comentarios de los alumnos que lo hacen dudar de sus proposiciones, pero ordena su pensamiento sosteniendo su tesis. Retoma sus afirmaciones. Se levanta. Se dirige con las secretarias despidiéndose alegre y dolorosamente. Las últimas palabras que cruzará por hoy. Toma su bicicleta y emprende su trayecto a su apartamento.
Pasea su vida por las calles tupidas de personas, y con él, el inconsolable amor, el rescoldo de un sufrimiento desesperado del anhelo de un no saber: esperar u olvidar. Inevitable, tonto y amargo sueño de un amor inalcanzable. Festejo continuo de un drama que no encuentra ruptura temporal y sostiene rodando como la llanta de su bicicleta. Contempla el sacrificio del deseo en el abandonado sepulcro. Avanza como buscando una mirada que lo comprenda, pero su mirada queda en la robinsonada del exilio sentimental. Solo queda admirar el amor que no tiene y se limita al silencio y ruidoso tormento de soledad. Un gesto amable para ahogar su condena.
Llega a su apartamento y coloca la bicicleta. Pensó todo sobre la sátira de su vida, repasó los lugares donde vio la sonrisa de aquella mujer partir con su decisión. El amor: tan hermoso y egoísta precipita a la debilidad del profesor, lo conduce a vivir en un mundo que no entiende. Toca su puerta (se engaña a sí mismo que alguien lo recibirá). Enciende el radio en la estación de los valses clásicos que sólo los viejos escuchan, encuentra en la nostalgia un tiempo presente.
Recuerda la sentencia de aquella mujer: “algún día te miraran con amor”. Noble promesa insensible, sarcástica, ilusa... El mismo patrón de su vida sentimental, el argumento de la resignación, la historia cíclica de su vida personal. Todas las promesas pendientes en la tregua permanente (involuntaria, impuesta) de no luchar por el anhelo que descansa ya el sepulcro entre venas ardientes de la pasión resignada.
Mira su librero; Sócrates, Platón, Aristóteles, Marsilio de Padua, Maquiavelo, Lutero, Hobbes, Locke, Kant, Rousseau… y, su autor favorito, Norberto Bobbio. Entre aquellos libros, toma una libreta. En ella contiene las claves de sus cuentas personales; bancarias y de comunicación electrónica, así como direcciones y teléfonos de sus amistades cercanas (cuando tenga que partir de este mundo espera que alguien encuentre dicha libreta y cancele o desactive las cuentas. No quiere dejar ni el más mínimo rastro de su fatua existencia que evoque la soledad). Anota algunas cosas en la libreta, posteriormente, la hojea y mira la primera página, repasa lo que está anotado; dos versículos (Mateo 20: 25-28 y Lucas 6: 43).
Mira por la ventana la opacidad del cielo entrada la oscuridad de la noche. Restan las estrellas en el firmamento, allí están pero no brillan ni tintinean; es la opacidad de su penumbra sentimental. Abajo, las personas caminan como sin sentido, todas tienen a donde llegar en el cálido sueño de quien los espera en un hogar. La nostalgia lo corrompe y pega un golpe, con su puño, en la ventana. Contempla, desde el balcón, la fugacidad de la noche y la vida que se apaga.  
Quino



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