Desde pequeño, o mejor dicho; desde que tengo memoria, veía cosas que otros más parecían ignorar. Había ciertos casos que percibía y me cuestionaba. Recuerdo estar en la Plaza de la Bandera –donde mi papá solía citar a mi mamá a comer–. Yo jugaba entre los árboles que tienen forma de animales, corría entre ellos y saltaba de las jardineras y abrazaba a mamá mientras ella esperaba. Al llegar mi padre, comíamos unas tortas que mi mamá había preparado en la casa.
Me parece que aquella vez fuimos a los saldos de la zapatería CANADÁ (también era el punto de reunión cuando asistíamos a ver la Lucha Libre). Al retirarnos, me di cuenta de una niña vestida en harapos, piel blanca, de cabello castaño, mirada bonita y su cara sucia. Sostenía una caja con dulces que tenía a la venta. Los vendía cada vez que el semáforo detenía el tránsito de Revolución. Habría tenido más o menos mi edad; lo infiero por la estatura y, recuerdo muy bien, aquellos ojos grandotes y redondos que no he olvidado. Nos miramos. No le pude sonreír ni ella a mí. Sólo nos vimos como midiendo las diferencias entre nosotros.
Vivíamos en la misma ciudad, teníamos la misma edad, ella era niña y yo niño. Aún así éramos abismalmente diferentes. La mayoría de mi ropa mi mamá la confeccionaba con sus propias manos, alguna otra la compraba de segunda, en navidad la compraba a crédito en La Surtidora. Mis juguetes los compraba en el Baratillo. Ignoro sí esa niña tenía siquiera alimento caliente. Ignoro sí tenía sonrisas. A penas unos segundos nos vimos y casi podría pararme en el mismo lugar donde la vi aquella tarde, hasta podría reconocerla. Muchas veces pienso en ella. Pero esos rostros no eran los únicos que veía a menudo cuando salíamos a pasear al centro de Guadalajara. Supongo que me impactó ver en esa situación a una persona que podría ser yo. De esa exclusión social no soy ajeno. Nunca lo he sido. Es un golpe tremendo cuando los veo.
Siempre me acuerdo de una escena en las noticias de ECO, recuerdo que la nota era de una mujer que estaba en una cabina de teléfono y fue baleada por alguien. Recuerdo también, una mañana de sábado en misa de la doctrina, el padre nos contaba sobre la guerra, no sé cual guerra. Regresé a mi casa y, mirando al cielo, temía que cayera una bomba de esas que decían en las noticias. Me acuerdo que llegué, subí al cuarto de mis padres, me dirigí al balcón, donde está la máquina de coser que mi madre usaba para elaborar nuestra ropa, y me quedé debajo de la máquina. Estaba asustado, muy asustado.
Otro episodio en mi vida fue cuando se pelaron unos borrachos frente a mí casa. Tendría unos diez años. Aun lado de la casa se expende cerveza. El marido de la hija de mi vecina se peleó con quien estaba emborrachándose. La hija de mi vecina salió a defender a su marido, pero llevaba consigo a su pequeña. Estaba mirándolos desde el balcón y me sorprendí cuando mi hermana, un año mayor que yo, salió de la casa y, quién sabe cómo, le arrebató a la pequeña y se metió corriendo a mi casa. Entonces me asusté y corrí hacia ellas. Lejos de ver una hermana valiente ella estaba llorando. Alcanzamos a cerrar la puerta cuando otro borracho se acercó y golpeó la puerta con un machete y dio un grito. Nos refugiamos en la cama de mis padres. No lloré pero estaba muy furioso, sentía mucho coraje.
Nunca fui valiente, ni siquiera tenía muchas fuerzas, al menos eso creía. Al entrar a la secundaria me enfrenté con nuevos compañeros que me hicieron la vida escolar insoportable. Casi todo el año escolar era víctima de insultos, burlas y golpes. Un día, un compañero se burlaba de mí señalándome con su dedo. Los dos estábamos sentados, lo ignoré un momento hasta que me hartó y tomé su mano, estiré todo su brazo, mientras seguía sentado y levanté mi pie hasta darle una patada en su costado. Todo mundo volteó a verme y hasta el mismo silencio calló. Recuerdo que se quejó mucho de mi golpe, incluso llegué a sentirme mal por un momento. Fue como una semana que infundí respeto, pero la violencia trajo más violencia. Había un equilibrio de fuerzas entre los más fuertes del salón y yo. De cierto modo era un entretenimiento, nos perseguimos en el recreo y nos propinábamos golpes, lo llegué a ver como deporte, aunque ellos cargaban su persecución con insultos. Yo sólo me defendía y llegué a defender a otras personas.
Ahora ¿qué sucede? La violencia hace presa a todos en este lugar. No son las naves que dejan caer mortales bombas en países del este europeo o en la guerra del Golfo Pérsico, no es en Sarajevo ni es Gaza. Aquella violencia que veía con la exclusión social, que veía en las riñas de borrachos, que sentía en las ofensas de mis compañeros de la secundaria está magnificada en la ciudad donde vivo. No es “allá, muy lejos”, es “aquí, muy cerca”.
La vida es sagrada. Cualquier vida. Nunca me ha sido ajena la violencia. Nunca me sentí indiferente ante las heridas, el asedio o los insultos. Daría mi vida por un mundo mejor; con paz, con inclusión social. Calderón dice que el narco hace uso de actos terroristas, Porfirio Muñoz Ledo dice que no es terrorismo porque no está presente una ideología y una intensión de transformar las instituciones del Estado. Creo que se equivoca Muñoz Ledo. Son actos de terrorismo porque las acciones del narco se fundamentan como un medio de propaganda. Su propaganda está fundada por una ideología; la del dinero fácil, a su vez, motivada por una base social que ha visto en el narco un modo de vida. Claro que pretende modificar las instituciones del Estado para procurar la existencia del narco.
Exclusión social, económica y política de millones de personas, como aquella pequeña niña harapienta de mirada bonita, de ojos grandotes y redondos. La puerta falsa de salir de la realidad llevando al extremo los placeres como aquellos borrachos que se peleaban frente a mi casa. El anhelo de la dominación como mis compañeros de la secundaria que trataban de dañarme. Todo eso fue la tragedia anunciada de mi país. El caldo de cultivo perfecto para una cultura de la violencia generalizada.
El Estado (¿qué Estado?). El Estado ausente, aquí no opera el Estado. Aquella organización política que debía proteger los derechos de sus ciudadanos fue el primero en abandonar la plaza y abonarla para la violencia. Hizo de los excluidos el capital social de la violencia. El Estado no está allí para retraerse, el Estado tiene una función social cuya actividad no es exclusiva de la seguridad pública. El Estado no debe ser limitado en cuanto sus funciones sociales de protección de la vida, sino debe abarcar la acción inmediata de sostener la vida, una vida digna de ser vivida.
La paz no se garantiza por medio de las armas, ni por la sangre de las vidas culpables o inocentes. Amor, hace falta amor a la vida, a cualquier vida.
Quino
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