La música resonaba en los ventanales y sobre el aire flotaba la melodía hacia los oídos de quienes bailaban; bajando por ellos a sus cuerpos trémulos en una rítmica labor delicada de coordinación. En otro espacio, las conversaciones se interrumpían por sendas sonrisas y pequeñas carcajadas. Sostenían en sus manos las copas alcoholizadas, mismas que ingerían amenizando el sentimiento. Contrastaba con el frío viento que pegaba en las paredes de aquel departamento.
Tan sonreía que la felicidad parecía su rostro. Aunque en ocasiones miraba la puerta de su departamento y perdía su mirada imaginando que ella entraba rechinando las llaves mientras deslizaba la puerta. Pero su cuerpo seguía en la euforia del festejo. Nadie lo notó, excepto la expresión de alegría que lo dibujaba como una silueta de luminosa sombra.
Fue un momento preciso en que la despedida transformó la conversación de los invitados. Diluyó el silencio espurio que había dejado el cese de la música. Y tras el último invitado, la puerta bloqueó la arritmia placentera de la reunión. El silencio se apoderó de la impavidez de su cuerpo recostado en un enorme sillón. El frío entraba y se apoderaba de cada rincón; en su cocina, en su sala y, sobre todo, en su recamara, incluso de el mismo.
Acomodó, sacudió y limpió el desorden lúdico de la reunión. Recogió los cubiertos, los platos y los vasos. Las botellas vacías expelían el aroma de uva mediterránea consumido. Guardó cuidadosamente cada uno de las copas de cristal. Hasta que solo quedó; el plato, el vaso, la botella, la copa que utiliza para si mismo. Se recostó, otra vez, en el sillón mirando la ventana donde llovían las estrellas. Y aquél frío de primavera era la soledad de su existencia; del impasse de aquella tregua permanente e involuntaria de su aislamiento sentimental.
Quino
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