Recordé la lectura de uno de los máximos exponentes de la libertad: Isaiah Berlin (Letonia, 1909-1997). Tiene un libro que edita Alianza Universidad que se título Cuatro ensayos sobre la libertad. El autor, es para mí uno de los que despejó mi mente la cual reducía todo a la dicotomía “socialismo o barbarie”. Pronto entendí, que un proyecto social debía estar sustentado en la libertad personal, dado que ella representa un pilar de estabilidad, pero más importante aún, es una condición indispensable para elevar al sujeto como digno ser humano. En los socialismos realmente existentes, el proyecto adquirió una personalidad propia que enaltecía al Estado pero subordinaba a los individuos a meros instrumentos de confrontación y legitimación de ese gran levitan. Nada que ver con la promesa de eliminar la explotación del hombre por el hombre.
Pero eso es un debate extra. Lo que me interesa resaltar de este autor es que la libertad no debe condicionarse, salvo los límites previstos para garantizar la libertad de las otras personas. Pues la libertad absoluta siempre conlleva a la dominación del menos libre. Para Berlin, la libertad sí se sustentaba en la miseria de otras personas no era libertad, todo lo contario, era la expresión de una brutal tiranía y en consecuencia el sistema que lo promovía era injusto. Tampoco podía existir, en las reflexiones de Berlin, un sistema cuya incapacidad de garantizar la libertad a todos viera como solución reducir la libertad de otros para igualar la condición de miseria. Pues esto era una solución moral que lo único que provoca es la pérdida absoluta de libertad sin lograr aumentar la liberta del resto en condición de miseria.
Esto lo traigo a colación pues algunas veces me han dicho que soy una persona que reduce su felicidad para sanar la de otros, haciendo una trasferencia, sacrificando mi felicidad por la de otros. Lo que ocurre es que, para aminorar mi sentimiento de culpa, sacrifico cierta o incluso toda mi felicidad, y tal acción sería igual que en la libertad para Berlin, una pérdida absoluta de felicidad. Así sucede.
Sin embargo, yo no lo creo así, al menos en el caso particular. Cuando cedo, aparentemente mí felicidad, si se desprende una felicidad en quién me interesa. Y al ver dicho florecimiento, en mí se crea una felicidad, que logra aminorar lo que muy por dentro siento. Es común que me suceda. Recuerdo en la secundaria, había un compañero que siempre ofendía a todos. A mí siempre me ofendía. En cierto momento el compañero abusivo estaba por reprobar física, lo vi tan desesperado que le ofrecí mi ayuda la cual aceptó sin más reparos. A pesar de que no lo considerada mi amigo, cuando aprobó la materia y se veía tan feliz yo sentí una extrema felicidad.
Los casos más extremos y sensibles es cuando tengo que decir, o si no lo digo, al menos aceptar en el plano personal que tal persona será feliz sin mí. Esa es la paradoja que siempre me sucede. Pero la acepto, porque eso me hace feliz. No la mera acción de retirar o al menos ocultar mi propuesta de amor. Sino por la provocación que siento cuando la veo feliz. Me pasó, por ejemplo, cuando a pesar de no ser invitado fui a la misa de la boda de una amiga, de las pocas personas a las que les dije lo que sentía por ellas. Recuerdo su cara de sorpresa, esa linda sonrisa con la cual remataba siempre al pronunciar mi nombre en diminutivo. Le di un fuerte abrazo y le dije; “cuanto me gusta verte feliz”. Esa tarde me fui caminando hasta mi casa y rompí en llanto pero era de felicidad. Es un bonito recuerdo, si no lo fuera no lo pondría de ejemplo.
Sin esos episodios la inmensa tristeza estaría desatada en mí. Por eso me gusta verla feliz. Sí noto su felicidad: eso es lo que vale. Por eso me mantengo en la esperanza, siempre guardaré lo que siento por ella.
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