¿Cómo expresar lo que me sucede
cuanto estoy cerca de ti, o al menos cuando me siento cerca de ti?, puede ser
de esta manera: “Leerte, escucharte, hablarte, buscarte, esperarte, pensarte...
todo me lleva a quererte”. Sé que alguna vez lo has sentido, no sé cómo, por
qué o con quién: me sentí muy querido cuando, en aquella habitación, me
abrazaste al tiempo que decías: “todavía te quiero”. Me tomó por
sorpresa y nunca creerás que por eso di un paso atrás tal que me desbalanceó
(si tú misma lo habías predicho: “Te daría un beso y tú responderías con
sorpresa. A lo mejor te quitarías y entonces te daría otro para que entendieras
que no fue accidente”). Nunca había tenido una mayor certeza de lo que ambos
sentimos y ha sido el mejor abrazo de mi vida. Mi corazón palpitaba de emoción
sin ningún control y no habrá ideas en estas palabras para describir la
sensación. No me quería ir, no quería dejarte ir. Quería que te quedaras
siempre, que te quedaras en mi vida, que te ofrecía toda para hacerte feliz.
No sé cómo nombrarlo, quizá como
una fugaz complicidad. Hice de todo
por estar contigo. En la mañana había estado en el Congreso haciendo
observaciones de la Ley anticorrupción frente a los diputados, a mi manera, me
sentí como Ernesto Cardenal, “y tu sola mirada me hace temblar”. Estaba feliz
por verte, pero fui con toda la incertidumbre. Obsequiarnos libros siempre fue
un pretexto para vernos, o al menos para mí, para poder verte. Y así fue, nos citamos
para que me dieras el libro de Estadística que, antes de que conocieras el
método Konmari, me habías ofrecido. Con la inseguridad que no hice evidente, te
acompañé a la habitación porque habías dejado el libro allí. En principio creí
que lo habías olvidado en casa, hasta que me explicaste sobre el curso en la
universidad que justificó tu hospedaje. No pensé que me llevarías contigo.
Siempre estabas a la defensiva, siempre cuidando tu compromiso.
Esta vez fuiste distinta, distinta
a la manera en que años atrás me tratabas cuando salíamos, en esas citas nunca declaradas.
Guardé la calma. Contuve mis ansias por querer besarte. Todavía así me sorprendió
el abrazo y esa confesión que no puedo olvidar. Todavía me quieres. Fue una gran
revelación, porque no estaba seguro si al menos me apreciabas. -Yo también te
quiero, . Te respondí mientras te apretaba contra mí en un intento de
que te quedaras conmigo, como lo sentí desde los primeros días que te conocí: cerca
de siete años atrás.
El beso en el cuello, apretar tus
hombros, acariciar tu espalda y buscar tus labios. Te quería para mí y nada me
importaba más que sentirte cerca. Sentirme enamorado y por primera vez me sentí
muy querido por ti sin ninguna duda. Tan claro y terso como tus manos. Tus
manos de dedos largos que tomé y anduve… que nos tomamos de la mano y anduvimos
por Los Colomos. El jardín, los senderos, las personas, los árboles, las ardillas,
los riachuelos que nos miraron juntos como dos amigos que intentan el juego del
amor, el nuestro de fugaz complicidad,
en aquella banca de Los Colomos. El brillo nuestro de un amor contenido hizo que
mi sombra caminara junto a la tuya como mucho tiempo lo esperé.
Así me imaginé que podrían ser
los días a tu lado: tu cabeza en mi hombro, mis caricias en tus manos, con tu sonrisa
puesta en mis labios, en los interminables besos que no nos dimos. La tristeza
de verte partir deteniendo con todas mis fuerzas mi voluntad por seguirte.
Nunca he sabido despedirme de ti.
Nunca he encontrado una razón válida para destruir tu recuerdo. Ciento setenta
y cuatro días qué no sé dónde ponerte en mi vida. No sé qué hacer conmigo. Mi
tristeza no tiene olvido. Te quiero. Quédate conmigo. Te amo.
Se acabó.
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