Amiga mía, te hice daño; lo sé, es mi tormento diurno. Pero, ¿qué tanto fue el daño? así no me gustas, así no te quiero. Tu indiferencia, tu aparente desprecio me duele, me destruye lentamente y nada puedo hacer, sino destruirme con la lentitud que nacen los cerezos.
Dios mío, comprende mi circunstancia. Estuve ahí cuando lo necesitabas, acompañé tu debilidad sentimental y jamás saqué ventaja de ella. Yo sé lo que es estar sin nadie que te escuche, sin nadie que te comprenda o sin que nadie esté dispuesto a hacerlo.
Sólo quiero salvar nuestra amistad, mi tiempo pasó y mi propia debilidad colapsó en mí. Amiga mía, ayúdame; ayúdame que quiero recuperar tu amistad. Te lo suplico, por favor sólo quiero tu amistad.
Si supieras, niña ingrata,
lo que mi pecho te adora;
si supieras que me mata
la pasión que por ti abrigo;
tal vez, niña encantadora,
no fueras tan cruel conmigo.
Si supieras que del alma
con tu desdén ha volado
fugaz y triste la calma,
y que te amo más mil veces,
que las violetas al prado
y que a los mares los peces;
tal vez entonces, hermosa,
oyeras el triste acento
de mi querella amorosa;
y atendiendo a mi reclamo,
mitigaras mi tormento
con un beso y un “yo te amo”.
Si supieras, dulce dueño,
que tú eres del alma mía
el solo y único sueño;
y que al mirar tus enojos,
la ruda melancolía
baña en lágrimas mis ojos;
tal vez entonces me amaras,
y con tus labios de niño
mis labios secos besaras;
y cariñosa y sonriente
a mi constante cariño
no fueras indiferente.
Ámame, pues, niña pura
ya que has oído el acento
del que idolatrarte jura;
y atendiendo a mi reclamo,
ven y calma mi tormento
con un beso y un “yo te amo”.
Manuel Acuña
Quino
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