Hoy me di cuenta que nunca seré más que el buen amigo de cualquier persona. Me subí en un camión del transporte público y procuré buscar un asiento para poder leer. Era un asiento doble y me ubiqué de lado del pasillo. Pocas cuadras después, subió una muchacha muy bonita, no es que ande por allí mirando quien sube o desciende; mejor dicho, noté su presencia por ser una persona joven que ocupó los asientos reservados para adultos mayores, mujeres embarazadas y con discapacidad física. Cierto es que son asientos preferentes, no exclusivos. Lo que hice fue moverme a lado de la ventanilla para ver si reconsideraba su ocupación en aquellos asientos.
El camión avanzó y la joven no reconsideró, al menos hasta que otras personas abordaron el transporte y subió un pasajero que lo necesitaría. Entonces sí, ella se levantó de su asiento y fue directo hacia el lugar que dejé libre para que, justo ella, lo ocupara. Sin descuidar mi lectura, noté su rostro muy pensativo. Sacó de su bolso una carpeta con hojas, pensé que se pondría a leer, pero tomó un block de Solicitudes de empleo y comenzó a llenar una de ellas. Me compacté más y alcé mis brazos para dejarle más espacio sin afectar mi lectura.
Leí su nombre y su apellido. Cuando llegó en el punto de anotar su CURP detuvo el llenado y se quedó quieta como pensando. -Apuesto que no sabe su CURP-, me dije a mí mismo. Saltó esos espacios y siguió llenando la información escolar, anotando solo los datos de la primaria. Y pasó a la siguiente hoja. Llenó los requerimientos y solo una referencia anotó. Sacó su celular y buscó algo. -Apuesto que no tiene más referencias-, volví a pensar.
Entre tanto, estaba con la idea de Hegel y Marx sobre la soberanía, era mi lectura para una clase de Cultura política. Era una lectura “auxiliar”, mejor dicho, que estaba haciendo para aportar mayores tópicos al debate. Un debate que resultó muy curioso y espero contar en otra entrada.
Entonces, parece que la joven mujer se desesperó; cerró la carpeta, y quedó con la mirada puesta hacia al frente, no realizó movimientos ni ademanes. Sólo guardó silencio. Me acordé de todas las veces que he conversado con extraños en el camión, por ejemplo; del señor que me platicó cómo era la ciudad antiguamente, de una jovencita que me preguntó por un botón que llevaba en mi mochila, del joven seminarista a quien iban a golpear al pretender dar un mensaje, de un ex-militar que me platicó de cuando estaba en la sierra de Guerrero cazando a Lucio Cabañas.
Ahora, con esta joven mujer, al quedar impávida en el camión, pensé tantas cosas. Y podía decirle muchas cosas; que en la credencial de elector está el CURP, que podía darle mi tarjeta de presentación para ser un referente… y sentí la curiosidad de saber si conoce la Oficina Estatal de Empleo. Todo eso estaba pensando e interrumpí mi lectura, el caso de esta joven mujer era el caso de muchas personas en el país. Me sentí culpable, responsable de su situación.
Sentí la necesidad de decirle muchas cosas. Lo que pasó por mi mente es un dilema ficticio. Sentí mucha inseguridad. Ojalá que no haya notado que me puse nervioso, que dejé mi lectura y de vez en vez la reanudaba leyendo un renglón y abandonándola de nueva cuenta. Lo que pasaba por mi mente es la ficción de que si lo ofrecía mi ayuda ella creería que era para llamar su atención, quizás; sacarle plática para obtener su dirección, su teléfono, su correo electrónico –los cuales leí en la solicitud de empleo que llenaba–. ¿Le hablo no le hablo?, ¿qué hago?, ¿me veré como un tonto, cómo un “interesado”?
El camión pasó la calle 56 y, entonces, tomé una bocanada de aire profunda, controlé mi nerviosismo, relajé mi voz:
-Hola, disculpa el atrevimiento.
-¿Sí?
-Va a buscar empleo, ¿verdad?
-Sí.
Ese par de respuestas tan cortas, el ceño de su rostro serio, incluso desconcertado, me hizo dudar de mi conversación y comencé a tartamudear un poco.
-Y, ¿ya va a algún lugar específico?
Ella meneó su cabeza asentando una afirmación
-A Dulces Vero- me dijo.
¡Dios! Eso era a menos de tres cuadras de donde estábamos, entonces se bajaría muy pronto.
-Y, ¿No ha ido a la Oficina Estatal de Empleo?
-No, no sé ni dónde está eso que dice.
-Ah, miré está en Paseo Degollado, no recuerdo el domicilio-, su desconcierto me indicó que no sabía cuál era esa calle tan turística en la ciudad. -Ubica el tramo de plazas que están entre el Hospicio Cabañas y el Teatro Degollado, por donde están unas ranas que arrojan agua, o si usted viene del Parque Morelos por la Calzada y sube las escaleras hacia una fuente que parecen una serpiente, donde hay un estacionamiento, y allí, sí hay una piedra con forma de cabeza de serpiente, donde están las personas que transcriben documentos en máquinas de escribir…
Dejé de enunciar los espacios característicos de la plaza al aproximarse su destino. Al fin le dije que fuera allí porque es un espacio donde puede encontrar muchas ofertas laborales, incluso, puede cobrar un seguro para seguir buscando empleo. Ella se quedó atenta escuchándome.
-Gracias, lo voy a buscar, mientras seguiré la entrevista en Dulces Vero.
Se giró y se levantó.
-Que tengas buenos días y mucha suerte-, le alcancé a decir.
Me di cuenta de todo el tiempo que perdí teniendo esos miedos y, para colmo, no le dije lo de la credencial de elector o que podía ponerme de referencia. Me la pasé media mañana lamentando que pude ayudarle más. Sé que vive por mi casa, tal vez me la vuelva a encontrar en algún lugar, quién sabe.
Nunca seré más que un extraño de buena voluntad. No pasaré de ser el niño que le dio dinero a otra niña cuando a ella se le cayó su lonche en la primaria; del muchacho que intentó alcanzar a un ladrón que robó a una señora; del muchacho que separó a dos señores que se trenzaban a golpes mientras la hija de uno de ellos lloraba desesperada en medio de la avenida; del joven que defendió al seminarista de una agresión; del joven que una vez atendió a una persona que se desvaneció en la calle; el buen amigo que me consiguió un abogado; el conocido que me ayudó a estudiar para lograr ser Magistrado electoral; el tipo de buena voluntad que siempre tiende su mano y que, sin embargo, le cuesta mucho pedir ayuda, le cuesta pedir ser escuchado, le cuesta pedir atención sentimental.
En fin, desde que leí la vida de Juan XXIII, el Papa bueno, me quedé con su encíclica “Pacem in terris” dedicada a los hombres de buena voluntad.
Quino
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