miércoles, 15 de enero de 2014

Me alucinaste


“…no se puede cambiar de corazón
como de camisa sin perder la sonrisa…”
Andrés Calamaro* (Upps!)

Alucinaste que rasuré mi bigote de los cuarenta, porque me di cuenta que ni así te fijaste en mí, a seis días de haber acordado que saliéramos de nuestras vidas y que deseaba no volverte a encontrar, a seis días de que nos hubiéramos visto en persona, de que te hubiera prometido que  me quedaría contigo y me portaría bien para compartir esta ciudad. Para haberte encontrado cuando subías las escaleras mientras yo subía por la rampa, dirigiéndonos al  mismo punto donde quizás nos encontraríamos los tres, hubiera tenido que salir de mi casa a las ocho de la mañana de aquel jueves para dirigirme a la facultad, hubiera tenido que ir de biblioteca a la calle, de la calle a la biblioteca, de la biblioteca a las ventanillas de control escolar. Hubiera tenido que encontrarme a uno de nuestros amigos y que comenzara a hablar de ti, de él, de mí, de nosotros, de por qué nunca asisto a sus reuniones, o de por qué no fui a tu examen de posgrado o de que te verá en unos días y esperaba que fuera con ustedes.

Para haberte encontrado en aquel lugar, en el  momento justo, hubiera tenido que enredarme en palabras para evitar contestar esas preguntas que me causaban tristeza. Hubiera tenido que ir de nuevo a la biblioteca, asistir a una chica en su tesis, y decidir que esa jornada en la facultad había de terminar. Hubiera tenido que decidir dirigirme al tren ligero para así subir por la rampa y en medio del tramo detenerme.

Para encontrarte en ese punto, nuestros pasos debían estar finamente sincronizados para evitarnos. Detener el curso del destino, como un ejemplo más de que las cosas no pasan por que así lo evitamos. De que nuestras miradas deberían estar sincronizadas para levantar la vista y tú girar la mirada a la izquierda y yo girar a la derecha para reconocernos. Me hubiera quedado helado con la emoción y la sonrisa que, a pesar de todo, siempre florecía en mí cada vez que  te veía, pero encontrarte allí, en ese momento, con él detrás de ti, siguiéndote. No te hubieras detenido por mucho tiempo porque él te hubiera alcanzado y habiendo girado su vista hacía donde veías, seguiste su camino. Aunque sincronizados nuestros pasos y nuestra vista en la intersección de nuestros caminos, no obstante, eran nuestras vidas las que se bifurcan.

Porque los hubiera seguido. Hubiera estado a unos metros de ti logrando escuchar tu vos por última vez frente a la cafetería, te hubiera alcanzado la mano frente a las bancas que por un año procuramos para la clase de estadística, justamente allí cuando pensé por primera vez, antes de tu examen en diciembre de 2010, decirte lo mucho que me gustabas, lo especial que comenzaste a significar para mí cuando te quejabas de una persona que parecía no darte  importancia, la misma que caminaba cerca de ti aquel jueves en que me alucinaste en la rampa mientras subías las escaleras.

Te hubiera pedido hablar contigo, disculparme que las últimas palabras que te habían escrito fuera un “cállate”, un “cállate” que no sólo escribí, lo pensé y lo dije, porque no podía soportar más que me dijeras que sí me llegaste a querer. Y sin embargo, me hubiera ido corriendo para alcanzar el tren. Hubiera tenido que correr como loco huyendo de nadie, sino de  mí, a vigilar el desierto donde espero encontrarte para mí, donde sólo mi lucidez puede encontrarte; en mi imaginación.

Me alucinaste, sí, porque la única ironía es que me busques sin que pienses quedarte conmigo y, aun así, extrañarte todavía.


Joaquín 

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