domingo, 20 de noviembre de 2011

La persona indicada no soy yo

Aquel que lleva al papel de lo que él sufre es un autor triste;
pero se convierte en un autor más serio
 cuando nos dice lo que ha sufrido y por qué ahora
 se complace en transmitir la felicidad.
 F. Nietzsche

Hacía tiempo que no derramaba mis lágrimas, en este momento, cuando escribo estas líneas es inevitable hacerlo. No lloro por la persona, por las personas que no me quieren como pareja. Lloro por mi condición, por lo miserable que me siento; esa incapacidad de amar, ese veto de amor, esa exclusión de los sentimientos de otra persona. ¿Por qué soy siempre el que se enamora?, ¿Por qué nunca una mujer se ha enamorado de mí para darme el lujo de no hacerle caso?
No debería enamorarme de mis amigas. Ese debe ser mi primer mandamiento, mi primera condición para seguir compartiendo la vida con los humanos, entre quienes sí puede amar y ser amados. No debo enamórame de mi amiga porque se aleja de mí. En este mundo de probabilidades, y no de certezas, no puedo disfrutar su amistad porque soy un peligro para ella, aunque esté vencido, aunque este con el corazón roto en franca resignación no puedo compartir sus alegrías ni sus llantos. No puedo disfrutar el cine con ella, un helado, un emparedado, un musical. Y la frustración de amor se suma a la frustración de la amistad. Sólo quedan las ganas de llorar al describir la mísera condición en la que me encuentro.
Estaba pensando que tal vez es cierto eso de que cada quien tiene una persona que es la correcta en el amor. La idónea, la única que puede completar al diástole su sístole. Muchas veces me pregunto qué cosa tengo que no puedo ser considera por las mujeres como algo más que un simple amigo.
Pocas mujeres, poquísimas, me miran a los ojos cuando paso junto a ellas. Tan cierto es que, cuando sucede, no sé qué hacer, es como un disparo repentino que asalta a la razón y me deja en un estado de estupidez. La otra vez ingresé a la biblioteca y una mujer, que estaba utilizando una computadora, giró su vista hacia a mí y me sonrió levemente, yo le respondí inclinándome un poco y sonriéndole. Por mi mente sólo cruzaron sospechas; para qué me saludaría si no la conozco ni me ha de conocer.  
Más tarde, subí por un libro y en un pasillo la vi de nueva cuenta, entonces regresé para provocar un encuentro  en una intercepción, quería ver si su sonrisa no había sido una alegre reflejo de cortesía. Mi sorpresa no pudo ser más notoria ni la más tonta, cuando la encontré levantó su vista y volvió a sonreírme. Era, tal vez, el evento más lindo del día de no ser por mi tonta reacción la cual fue, a pesar de que había provocado el encuentro, de sorpresa. Incluso, di un paso hacia atrás, como un venado asustado, aunque en mi leve retirada le regale una de mis sonrisas.
Después, no volví ver a la mujer, ni rastro de ella. Tal vez me olvide, tal vez sólo es una mujer muy amable y estaba regalando sorpresas a las sombras de soledad que una persona como yo proyecta.
Me gustaría saber por qué no soy atractivo para las mujeres. Mi esfuerzo es inútil siempre. Creo que no soy yo el indicado para nadie, posiblemente; la indicada para mí era aquella persona que conocí en febrero de 1994 y que apagó su luz sin poder decirle lo mucho que la quería, cuando ella sí lo había dicho. Ella era mi “persona indicada” y Dios se la llevó.
Y nada puedo hacer para que otra persona se fije en mí. Para rechazar una hipótesis hay que probarla y nunca he tenido una oportunidad, por mísera que sea, con alguna persona para que me rechace con evidencia sustantiva. Igual para mí, tampoco he tenido la oportunidad para declarar que de la persona de la cual me enamoro, no es la persona indicada.
Ojalá alguien, algún día, me dé la oportunidad de comprobar que no soy la persona indicada. Mientras, la nostalgia peor es añorar lo que nunca jamás sucedió ni sucederá.


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