miércoles, 22 de junio de 2011

Los Buendía

 
Una lucha a muerte entre un amor sin medidas
y una cobardía invencible

Nunca había leído alguna obra completa de Gabriel García Márquez. Aún no término el que será mi primer libro de su autoría: Cien años de soledad. Aunque me parece apresurado escribir sobre dicho texto, lo cierto es que tengo la necesidad de hacerlo antes de concluir su lectura.

Es muy poca literatura la que he leído. A penas y conozco los autores. Si no fuera por mi profesor de Literatura de la preparatoria 2, no tendría ni un solo autor que me gustara como Francisco Rojas González, José Emilio Pacheco, Mariano Azuela o Juan Rulfo y algunos otros como Antoine de Saint-Exupéry, Máximo Gorki, Oscar Wilde, Víctor Hugo, George Orwell.

El primer libro que leí fue El principito. En el año de 1993 cuando tenía ocho años, mi padre lo compró para mí en la librería Gonvill que está en la Plaza Revolución. Me maravilló la idea de viajar por el universo visitando planetas, conociendo personajes variados. Mi padre tenía muchos libros y revistas que ya había hojeado y, en su juventud, coleccionaba un cuaderno con calcomanías de naves y misiones estelares.

No había dinero para obtener más ejemplares, pero recuerdo el día en que mi padre compró, en abonos, una enciclopedia de cuatro tomos de National Geographic que vendían en la Unidad Administrativa Prisciliano Sánchez. Los libros  incluían experimentos caseros de física y una historia de viaje por el sistema solar mismos que leí y releería por mucho tiempo durante  mi infancia y adolescencia. También recuerdo el día en que mi padre (nunca supe y no le he preguntado cómo los obtuvo), trajo una enciclopedia del espacio exterior, que hace un recuento desde los primeros satélites soviéticos (mi primera bicicleta, que tuve en el 2004, le nombre como el primer satélite soviético; Sputnik) hasta la más moderna estación espacial.

Mi padre compró en el baratillo un libro titulado Los grandes acontecimientos del siglo XX. Tal vez fue el primer libro sobre el que derrame lágrimas. Es un voluminoso libro que da cuenta de los acontecimientos que marcaron e influyeron el rumbo del siglo pasado hasta 1980. Ese libro me trasmitió el miedo a la guerra. Marx afirma que el conflicto es el motor de la historia. En efecto, el conflicto bélico es el común denominador del siglo XX, también es el conflicto el motor de la modernidad. La economía de guerra ha impulsado la carrera espacial. La misma carrera que me maravillaba con El Principito o con los viajes estelares imaginarios. No sabía que estaba sustentada en la violencia.

De forma similar García Márquez desarrolla la historia de los Buendía en Macondo. No tengo idea sí aquél hombre de literatura se vio influido por Marx, o el antecesor de Marx Juan Jacobo Rousseau. Yo creo que más bien por este último. Rousseau, en el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, expone que el hombre es un buen salvaje, y que vive en franca armonía con lo que recibe de la naturaleza y con las relaciones entre sus pares. Sin embargo, para Rousseau, el desarrollo de la propiedad privada y de los instrumentos modernos pervierten al hombre. Así, como afirmó Tomas Hobbes, el hombre se convierte en lobo de sí mismo (Lupus est homo homini).

El origen del mal está en los buenos propósitos. Melquíades al liberar a Macondo de la ignorancia trajo consigo el inicio de la perversión. Tal vez la peste del insomnio era un remedio natural que devolvería la paz a Macondo, aunque de hecho la ciudad se fundó por José Arcadio a propósito de darle muerte a Prudencio Aguilar. Regresó Melquíades a restaurar los sueños y la memoria de los habitantes de Macondo frustrando el restablecimiento de la paz en Macondo que la epidemia del insomnio hubiera devuelto.

En mi lectura parcial de Cien años de soledad me preguntaba cuál era la historia principal o el personaje principal. No pude establecer un personaje central ni una historia central. El personaje y la historia central es el entramado de todos los personajes con los contextos de esa sucesión de casos. Sin embargo, creo que Melquíades es el impulso de los personajes y la soledad es el eje por el cual gravitan. Es el pacto con la soledad.

A una semana de comprar el libro en la misma librería que mi padre compró, en 1993, el libro de El Principito, estaba en la reflexión de Úrsula sobre sus hijos y descendientes que sentí mis ojos llenarse de lágrimas. Detuve la lectura, en ese momento no tanto porque estaba a punto de abordar el tren ligero en la estación La Aurora, sino por el golpe de realidad que me llegó.

En efecto, yo no fábrico pescaditos de oro o hago tejidos interminables pero de alguna forma tengo un pacto sincero con la soledad. Tal vez estoy bajo un castaño con amarras invisibles. Como diría Sor Juana Inés aunque “estudio para ignorar lo menos” en realidad lo hago para abstraerme del mundo y mantenerme en la paz de la soledad debajo de un castaño. La soledad sería para los Buendía el regreso al estado natural que Rousseau concebía con el buen salvaje. Es por eso que el coronel Aureliano había renunciado a la vida pública no aceptando la pensión militar, para no mantenerse en la apasionada ilusión de la esperanza sino sumergido en la certeza de la soledad de la paz.

¿Habré llorado en el vientre de mi madre, mucho antes que sobre un libro?

Quino


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lunes, 13 de junio de 2011

No había pensado fijarme en ti

Me esforcé tanto en reprimir lo que sentía, ahora lamento los minutos que pude haber disfrutado a su lado. Sus bellas sonrisas, sus mejores encantos, sus desvelos por estudiar, su tristeza emotiva, sus opiniones de la rutina, su felicidad producto de un corazón enamorado. En suma, los momentos felices (o no felices) que todo amigo comparte.
Ahora, me pesa tanto, me siento tan mal, tan desolado, tan apachurrado, mi voluntad por los suelos, mi poca alegría abandonada. Aun así, cuando la veía, cuando me hablaba; la luz de mi universo, mi humanidad se enaltecía.
De esta manera pago mi estupidez. No tendré pretexto más para saber de ella. Me siento de lo peor.

domingo, 5 de junio de 2011

No prometas nada Quino


Los amorosos… se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite
(Jaime Sabines: 1926-1999)

En una conversación, ella me dijo: “Quino, mejor no prometas nada”. La imagen podría verse como una competencia de saltos, donde el jugador es detenido abruptamente por un obstáculo. No recuerdo bien que había prometido, pero la promesa se convierte en un pacto que con seguridad dolerá cuando sea roto o cuando sea incapaz de sostenerse por sí mismo.

Esa es precisamente la debilidad de las promesas que son como pactos. Tomás Hobbes había observado dicha debilidad; la única garantía de un pacto es que las partes estén dispuestas a cumplirlas por todos los medios a su alcance y bajo todas las circunstancias. Luego entonces, un pacto se vuelve un tirano, por tal hecho las partes están en función del pacto y no de su voluntad, lo cual conduce a una pérdida absoluta de libertad. Así pues, las promesas (o los pactos) se vuelven ajenos a la voluntad de las personas, tanto que la inercia no define sí está en reposo o en movimiento, pero ella permanece constante, rutinaria.

Es verdad, no puedo prometer un amor eterno. El amor no puede sostenerse por sí mismo, la única promesa que puede sostenerse son aquellas promesas dinámicas que cambian la inercia en cada obstáculo que se presenta. Promesas que son una sucesión de ellas mismas. No solo es amar o ser amado con el amor inicial, pues ella no tiene la suficiente fuerza para seguir su camino al presentarse un obstáculo.  

Lo único que puedo prometer, para bien cumplir, es que -si se enamora de mí- cada día siguiente la enamoraré y me enamoraré como si no la hubiera amado nunca, o como si mañana no pensara amarla más. Eso es transformar la simple inercia en un momento inercial. En un momento, uno tras otro, de renovación de los sentimientos que sostienen al amor.

Ahora entiendo mejor por qué “el amor es la prórroga perpetua, siempre el paso siguiente, el otro, el otro”.

Dios mío, no dejo de pensar en ella

Quino


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